sábado, 28 de junio de 2008

EL NIÑO QUE NO TENÍA AMIGOS

Carlitos vivía en un pueblecito de Ávila. Todos los años rezaba que entrara algún niño nuevo a la escuela donde él iba, puesto que únicamente eran cinco los alumnos que asistían regularmente a clase, las cuales eran impartidas por la mujer del alcalde. La mayor parte de los habitantes del pueblo sobrepasaban con creces los 60 años y eran muy pocos los jóvenes que decidieron establecer en ese pueblecito su residencia. Preferían ir a la ciudad y buscarse un porvenir más fructífero. La cuestión estribaba en que los padres de Carlitos vivían de la agricultura y de las cuatro cabras que tenían con las que conseguían hacer el mejor queso de la comarca. Ese queso respondía a una tradicional receta que constaba de una antigüedad de más de 300 años y cuyo secreto era solamente conocido por los antepasados más remotos del pequeño Carlitos. Él no entendía de tradiciones ni de quesos, del cual aborrecía el hedor que despertaba cuando tenía lugar la fermentación. Lo único que deseaba era alguien con quien jugar, alguien a quien contarle sus vivencias, alguien con el que compartir todas las cosas que se le puede pasar por la cabeza a un niño de 11 años. El resto de sus compañeros del colegio eran dos críos de 6 y 7 años, y por otro lado los dos mellizos de los Fortuny que además de ser sordomudos padecían de síndrome de Down. Las malas lenguas decían que habían salido así porque en realidad los hijos eran del padre de la Sra Fortuny, y no del difunto marido, que se suicidó al verlos nacer.


Todo lo que le rodeaba era rutinario y aburrido, los años pasaban y Carlitos cada vez era más retraído. Ya casi no hablaba ni con sus padres, incluso le apareció un curioso tic en la ceja derecha cuando hablaba. Pero todo comenzó a cambiar el verano que le empezaron a salir los primeros granos de acné prejuvenil. Sofía, sobrina de los Gálvez, llegó al pueblecito y en poco tiempo se hicieron muy buenos amigos. Ambos empezaban a sentir como sus cuerpos cambiaban poco a poco y a sentir sus primeras excitaciones sexuales. Fue muy extraño porque nadie les había explicado nada sobre sexo y ellos no habían visto nunca una pareja de chavales dándose un beso, o el lote en un parque, entre otras cosas porque en ese pueblecito no había ni chavales ni parque. Pero un día, después de clase, Carlitos cogió a Sofía de la mano y la llevó hasta una vieja cuadra abandonada que se encontraba a las afueras del pueblecito. Allí le quería enseñar algo aunque no se lo contó hasta que la tuvo sentada a su lado, decía inocentemente que necesitaba contarle un secreto. Sofía estaba impaciente por saber que sería, y se puso tan nerviosa que hasta se le erizaron sus pequeños e incipientes pezones. Carlitos se puso serio y se empezó a desabrochar la cremallera del pantalón. Tardó algo más de lo normal debido a la fuerte erección que tenía, aunque finalmente consiguió enseñar a Sofía su tan preciado tesoro. Su pene, rodeado de un escaso pelaje, apuntaba directamente a la cara de Sofía. Ella miraba atónita el pene de Carlitos, y sin mediar palabra lo cogío de manera torpe pero dulce y lo comenzó a mover. Instinitivamente lo movía hacia arriba y luego hacia abajo. Carlitos emitía unos sonidos difícilmente descriptibles mientras Sofía comenzaba a sentir como su sexo se humedecía precozmente. Mientras con una mano masturbaba a Carlitos, con la otra se tocaba a sí misma. El pene de Carlitos en escasos segundos estalló, y Sofía no podía creer lo que veían sus ojos. Unas gotas le salpicaron en la mejilla, mientras que el resto resbalaba por su mano. Sonreía complaciente, mientras Carlitos permanecía inmóvil a su lado con el gesto en paz. Ella con los ojos cerrados continuó con el trabajo pendiente y finalizó unos minutos más tarde. Poco después fue normalizando su respiración que antes era casi agónica, mientras que él impasible no decía nada. Sofía le miraba pero Carlitos yacìa tendido en el suelo, con la mirada perdida. Sofía le cogió de la mano y le dio las gracias por lo que había hecho, y de lo valiente que había sido por llevarla hasta allí y enseñarle su secreto. Nunca había sido tan feliz como en ese momento, y todo era gracias a él. Le dijo que todos los días a esa misma hora, después de clase, quedarían en la vieja cuadra para jugar con sus sexos, lo cual prometía ser divertido ya que seguramente esos encuentros les desvelarían muchos más secretos que aún desconocían. Pero Carlitos no decía nada. Carlitos ni siquiera se movía. Carlitos definitivamente había muerto.